El
Hospital de Coquimbo fue construido a comienzos de la década del ´70 por la
Sociedad Constructora de Establecimientos Hospitalarios, junto a la Carretera
Panamericana, momento en que la ciudad desconocía aún el futuro período de
expansión urbana motivada por el turismo y el comercio, de manera que la
edificación de cuatro pisos, además de levantarse como uno de los hospitales
más modernos del país, surgió dentro de la trama de relaciones entre soporte
físico y experiencia de la ciudad, como un hito relevante para los habitantes
de la Comuna: su ubicación en la ciudad de Coquimbo prefiguraba lo que
posteriormente se fue reforzando con el desarrollo de obras de infraestructura
vial: un límite urbano en el imaginario colectivo, desde donde se entra a la
ciudad y desde donde se sale de ella, ciudad imaginaria que tiene por soporte
geográfico la Península de Coquimbo. La imagen de ese límite estaba nutrida por
la presencia de la que con el transcurso del tiempo se llamó “la Torre”, y que
con la construcción posterior de una nueva edificación inaugurada el año 2010,
pasó a llamarse “Torre Antigua”.
La
“Torre Antigua”, que ya había resultado dañada por el terremoto del año 1997,
con el sismo del 2015, superó su capacidad de respuesta de forma tal que los daños
provocados en su estructura la hicieron irrecuperable, y se decidió su
demolición. Hubo un período de un año en que la Torre estuvo desmantelada,
abandonada, conformando un paisaje de destrucción que testimoniaba la
catástrofe sucedida, el símil de una ruina, pero sin serlo, porque, en palabras
de Marc Augé, si bien evocaba el paso y la lenta acción del tiempo, su tiempo
no escapó a la historia como el de la ruina, sino que la historia lo mató, y su
muerte tiene la fecha precisa de la catástrofe del 16 de septiembre de 2015.
Una vez que comenzaron las obras de demolición de la Torre (y que aún no
terminan, nunca terminan), ese paisaje de destrucción y su condición aparente
de ruina, entraron en una suerte de paradoja, ya que se empieza a cubrir lentamente
de un segundo acto destructivo, la destrucción de la destrucción, cuya
temporalidad pausada abrió una posibilidad inimaginable en otras
circunstancias: su lentitud ha permitido que todos podamos presenciarla y con
eso, tener la experiencia de todos esos pasados múltiples e indefinidos que
tuvieron lugar allí, y no sólo allí, también en la ciudad entera porque hemos
estado siendo testigos de cómo la imagen de la ciudad se está volviendo otra.
La dinámica de las ciudades contemporáneas, y en un sentido más genérico, de la
rutina, donde el tiempo es un presente continuo de pura circulación, consumo y
sustitución indefinida, es suprimida por un instante para el transeúnte al
encontrarse con esta ruina momentánea, obra de demolición y paisaje
destructivo, a la vez que futura obra de reconstrucción y paisaje de la
incertidumbre, una amalgama del paisaje del deseo, devolviéndole al cuerpo de
la ciudad y al cuerpo de sus habitantes, el tiempo perdido.
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